De Anne Sexton a los hombres de negro

Obra realizada por la artista plástica Melanie De Simone, que forma parte de una muestra que estamos preparando en conjunto


 

Lunes 24 de julio, Belgrano, Buenos Aires. Tengo un encuentro con una querida amiga. Le cuento algo muy íntimo y sin mediar pedido de opinión, me dice:

-Tus preguntas ya contienen dentro de ellas sus respuestas. 

Otra gran y talentosa amiga, Melanie, me pide que retrate de manera literaria los cuadros que con una inmensa generosidad me presenta antes de que nadie más haya tenido el exquisito privilegio de verlos. Esta es la primera de las pinturas que llega a mis manos y, justamente por su calidad de inaugural, representa para mí el mayor desafío. 

Y frente a sus trazos recuerdo las palabras que horas antes me dirigió mi amiga y sé que no voy a encontrar en ellos nada que desconozca; que estoy a cargo de un acto de revelación, no de creación. Si podemos ver algo es porque, aunque no tengamos registro de ello, ya lo conocíamos.

Lo primero que veo es un hombre negro sumergiéndose en una orgía de colores. Y a otro hombre, casi púrpura, que ni siquiera necesita observarlo para especular a qué se está aventurando el personaje de negro, porque sabe que cada ser humano contiene dentro de sí su pasado, su presente y su futuro en las preguntas que su voz interior formula y –dentro de ellas- a las que decide brindar su atención.

Escucho la sinfonía número 40 de Mozart interpretada por la orquesta sinfónica de Boston mientras intento responder esa pregunta que empujó al solitario hombre de negro hacia las respuestas que intenta darse. Y envidio, como estoy segura de que él envidiaría también, la vocación (y el don) orquestal de lanzarse hacia al arte al unísono. El miedo a lo desconocido es directamente proporcional a la soledad. 

Y en las texturas del lienzo percibo que el hombre negro en un acto visceral ya arañó -antes de sumergirse en ella- la nebulosa de lo desconocido, porque modificar una realidad incomprensible era la única manera de encontrar en ella algo familiar. Quizás ese fue su autoengaño, porque (tal vez) el costo de descubrir los colores de la vida es no adulterarlos para ver solo aquello que nos sentimos capacitados para ver.

Las partes claras del cuadro, acaso no casualmente, pueden ser vistas como alas que esperan al hombre. Pero el poder de un elemento que nos permite elevarnos y surcar los cielos es una metáfora de la seducción. Y la seducción tiene, siempre, una parte oculta que esconde frente a otras que exhibe para lograr sus propósitos.

El cielo puede ser una opción para aquellos que confían en que existe otro mundo, cuando abandonemos este. Pero para quienes no creen en la existencia de aquel otro etéreo e indescriptible plano, el abismo puede ser otra opción.

 El hombre negro y yo, que me creo tan colorida, compartimos –en el fondo- la misma pregunta. 

Porque, a veces, el abismo más profundo es que el está debajo de nuestros pies, cuando creemos estar pisando tierra firme.

  

“Mi negocio son las palabras” le dice Anne Sexton en uno de sus poemas a su interlocutor, el analista/lector/crítico. “Tu negocio es observar esas palabras”.

Palabras como etiquetas de lo que (creemos) es pasible de ser definido. Anne sabe que eso es solo una ilusión; el lector sensible también lo sabe.

En ese mismo poema, las palabras son equiparadas a las monedas arrojadas por una máquina en un casino de Nevada. Una suerte de fortuna con la que ningún artista que se precie de tal sabe bien qué hacer. Las palabras confían más en el poeta de lo que él confía en sí mismo. De hecho, lo desbordan, casi confiando en que quien las recibe sabrá qué hacer con ellas. 

En otro poema, Anne nos confiesa que la incompletud que es el motor del artista está, en su caso, esperando el ingrediente perdido: la sal, el dinero, la lujuria. O lo que sea.

Y nos incita a preguntarnos: ¿somos el analista, o somos el artista? 

¿Cómo lidiamos con la incompletud propia de cada rol, y cuál elegimos?

 Porque de eso se trata la vida: de elegir, aunque a veces insistamos en olvidarlo para sentir que somos más livianos. Cada elección tiene su precio, que tiene a su vez un peso. Por eso, sentirnos libres no siempre equivale a sentirnos más ligeros. La libertad, en numerosas ocasiones, nos acerca más al abismo que al cielo.

 Tal vez Anne intuía que el ingrediente perdido está en nuestra mirada, en aquello que el artista -acaso de manera inconsciente- no nos quiso contar, en ese elemento inasible que quizá defina al arte como tal (si entendemos al arte como el espejo maldito que refleja y nos hace conscientes de nuestros propios vacíos) o en la respuesta que buscamos frente a lo que es, en realidad, el planteo de una pregunta. Y nos invitó a que seamos nosotros quienes nos formulemos esa pregunta.

 Acaso la respuesta a esa pregunta sea, justamente, el elemento perdido.